CRIANZAS, VINCULOS Y DERIVAS: CRISTINA (2022), DE HANS DIETER FRESEN - ARTICULO
Luego de su paso por el Festival internacional de Cine de Cartagena,
Cristina llega a la Cinemateca del Museo la Tertulia y pude asistir a su
estreno el pasado 15 de julio.
Levanta el ánimo cuando llega un estreno de ficción a tan querido santuario
cinéfilo, que, admitámoslo, aun lucha por sostenerse ante la marginación
gubernamental e inclusive al desconocimiento del público por las inequidades en
la distribución y exhibición del cine nacional, a pesar de cumplirse veinte
años de la ley de cine.
Después de la proyección del largometraje dirigido por Hans Dieter Fresen,
co-escrito y protagonizado por Rossana Montoya, hubo un conversatorio con ambos
y moderado por la también realizadora Laura Hincapié, creadora de ese gran
documental y dialogo generacional llamado Utopía. No es aleatorio, pues
ambas películas, Cristina siendo “ficción” o argumental, ahondan en la
intimidad de sus protagonistas para intentar captar la inherente complejidad en
la espontaneidad de lo humano.
Esto no es una crónica, sino una manera de iniciar un análisis de la obra. Quizá
tome algo de lo dicho en el conversatorio para complementar, y si no, pues lo
que surja será suficiente para recordar la importancia de ver y conocer, a
consciencia, las posibles bifurcaciones en nuestro cine.
La película trata del transcurrir vital de Cristina, quien aspira a ser
bailarina y hacer danza contemporánea, también es madre e inmersa en una
relación intermitente con el padre de su adorado hijo pequeño, reanudándose quizá
por costumbre o evasión. Anhela a su vez esa libertad implícita de su edad,
unos 20 años o más, al convivir en fiestas, viajar a otras partes gracias a los
recursos de unos padres ausentes, que solo le envían dinero como análogo a
“prestarle atención y afecto”, o teniendo breves encuentros sexuales. Aun así, procura
ser una madre presente, amorosa y responsable, además de estudiar hasta
adquirir el rigor de la artista que desea ser. Busca el difícil balance propio,
pues, aunque desee saltar etapas, es inevitable que sucedan ciertos
acontecimientos que la estremezcan, abriendo no solo los ojos, sino el alma.
La cámara sigue, casi invisible y levitante, a una mujer en soledad con
cierto temor inconsciente a la incertidumbre y debatiéndose entre sus deseos
físicos, los anhelos profesionales y la maternidad al criar a su hijo con genuino
afecto. En la lente hay una mirada nada idealizada y sin juicio a un ser que
duda, se equivoca, acierta, a veces fastidiada de su rol maternal por el
cansancio, o reclamando al padre ausente la falta de atención, no solo a la
pareja, pero con la voluntad de entregarse a su hijo con ahincó y ser
responsable de su carrera, ateniéndose a las consecuencias de sus decisiones. Tan
humana con sus virtudes y errores en un metraje oscilante entre la certeza y la
paradoja, repitiendo su paso por los escollos en un primer momento, sin
embargo, deja de rechazarlos, medita recordando también sus logros, los
comprende y deja pasar, continuando el proceso, es decir, la vida.
Según su director tomó siete años realizar una película realmente personal,
pues tanto él como su actriz crecieron durante la creación, al menos eso
transmiten. Rosanna también fue madre y estuvo en una similar deriva
existencial a la de su protagonista, a su vez, basándose en su relación
afectiva con Hans. Un ejercicio de auto-ficcion que luego de la catarsis
plasmada, ambos autores nos invitan a que los acompañemos y mediante lo
filmado, nos reconozcamos en sus hallazgos, sentimientos y pensamientos. Comprendiendo
a los seres en pantalla, y luego, mirarnos mejor. Para tal objetivo, plantea un
inteligente acercamiento casi documental, capturando verdades en su ficción con
mayor sensibilidad, naturalidad y verosimilitud que en otros presuntos
registros fílmicos documentales de la “realidad”. Podría ser acertado decir que
recrea el proceder humano, más allá de dramatizarlo.
Al principio había un guion establecido con unos diálogos concretos, no
obstante, y suele pasar, emergieron cambios durante el rodaje y la
posproducción, culminando en un relato que se mueve al ritmo de las pulsaciones
de sus seres y fluye con las interacciones, acercamientos y conexiones de
Cristina con su hijo o sus parejas, olvidando la actuación al observar personas
en cuadro a la manera de John Cassavetes -referente nombrado por el director- e
incluso del siempre confiable en mi filmoteca mental, Hirokazu Koreeda.
A causa de lo anterior, el progreso de Cristina se percibe orgánico entre
vaivenes y momentos determinantes que trastocan a alguien que al inicio
intentaba buscar la aprobación de otros, en concreto la masculina, e influyendo
aquello en su labor creativa y maternal, sintiéndose perdida y evadiendo tal
realidad interna como parte de su cotidianidad. Pero, más adelante, un suceso
clave relacionado con su hijo será un despertar, expresando a consciencia lo
que siente en una contemplación profunda hacia el alivio. No hay una solución
repentina, aunque hay determinación en ella para por fin buscar ser, junto a su
pequeño, sin depender de nadie más y en un camino alejado de los condicionantes
narrativos convencionales, donde los conflictos y serenidades acontecen en sus
respectivos tiempos. Cristina se reconoce, acepta su condición y eso no es
bueno o malo, es el acontecer humano imperfecto, falible, a la vez completo y
virtuoso, cuya efervescencia es diáfana por el minimalismo de su lenguaje; un
descanso ante el automatismo en los estrenos de las salas multiplex.
La película ahonda en el deseo vital en sus matices y lo que sucede si está
mal llevado, devenido en una soledad mal entendida y provocando distanciamiento
en más de un sentido. Pero como se da ese panorama, también es reivindicado
luego de que Cristina se encuentra al perderse, comprendiendo en sus piezas
unidas como madre, artista y mujer, su deseo profundo realmente propio y no
desde la urgencia o evasión como se manifestaba en unos efímeros lapsos sexofectivos,
o paternofiliales en una ocasión cuando intenta gestar un núcleo familiar con
otro hombre cercano e impone esa presencia a su hijo. Convergiendo en un
discurrir emulado por los largos planos con ella y los demás, donde el silencio
tiene mayor contundencia que lo dicho, sobrando cualquier agregado visual. Su descanso
llega cuando acepta que no se puede controlar todo, sino aprender y adaptarse al
gran misterio, siendo una mejor madre, una bailarina con la motivación renovada
y hacer lo que en verdad le nazca, afrontando lo imprevisible desde su
perspectiva. Por ello, la empatía en nosotros es honda ante algo que no solo se
ve, se siente real.
Puede que en su primera mitad el espectador se sienta perdido también,
aunque es una prueba de nuestra paciencia e invita a dejar la urgencia, aceptando
el progreso natural del relato, sin los condicionamientos del efectismo directo
de la narrativa clásica y recordar, junto a los que estuvieron en la sala, lo
que es vivir.
Por Oscar Alejandro Cabrera
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