LA SOMBRA DEL CAMINANTE - BREVE ANALISIS



Las pretensiones vacuas en el cine son bizcochos de cada día, deliciosos al principio, pero el relleno en cantidad es olvidable por su exigua calidad. Una clase de bizcochos son esas producciones de corte comercial maliciosas y con ínfulas en dar un discurso “profundo” de truncado mensaje, al público engañado sobre algún tema social relevante. Aquí en Colombia pasa mucho al abordar las atrocidades del conflicto armado, pues surgen y aun se estrenan producciones que lo presentan de forma directa, pueril, burda y carente de legítima sensibilidad, casi cercana al modus operandi del cine de explotación, aunque sin la diversión de la serie B. Ahora, entre toda esa bazofia a veces encontramos una joya, una excepción; en este caso no muy pulida siendo una ópera prima, pero resplandeciente cuando ofrece una perspectiva realmente humana del tema tratado. La sombra del caminante fue un respiro en su momento y a pesar de sus ligeros escollos, es un relato de alta precisión. Su estatus de culto sigue intacto.




La cinta explora la extraña amistad entre “Mañe”, quien está en condición de discapacidad y sin empleo, además de ser foco de burla; y un silletero del Cesar de lóbrego pasado que transporta gente por 500 pesos por el centro de Bogotá, que desea enmendar sus errores y tal vez “reiniciar”. De alguna manera se ayudan mutuamente para sobrellevar sus pesadas cargas, ligadas a los tantos antecedentes de violencia en la historia nacional. Son seres que han perdido mucho, pero  retienen aun el aliento para continuar.

En 2004,  un muy joven Ciro Guerra nos muestra una visión compleja e intima sobre la violencia evitando las balas, la sangre, o raspar apenas en los estereotipos militares; prefiere observar sus consecuencias en unas almas quebradas, melancólicas y solitarias, cuyos lastres y dolor quizás nunca cicatricen. Reflejar todo ello inmerso en un singular recorrido urbano por los rincones densos y desolados de aquella Bogotá distante; donde nuestros significativos personajes –muy bien construidos y con motivaciones creíbles- sienten el desplazamiento no solo violento, también del alma. Sus sentimientos los carcome el ayer, dejando esas inefables heridas en lo más hondo, tanto que al confrontarse quedan todavía en la inercia. Cuestiona incluso si la tan vehemente redención siquiera sea un concepto. Lo que si damos por certeza es que el impulso vital en ellos es vigente; sin embargo lo esencial es aprender a comunicar, por algo se empieza. Son individuos dignos bajo la mirada de Guerra, como un Cassavetes o un Jarmusch quisquilloso; y que en manos de un realizador impersonal serian maginados comunes.




Lo que escribo es solo una síntesis de las texturas u otras dimensiones universales que proporciona su director. Es claro y honesto incluso al fundir lo real con lo onírico. Una ensoñación coherente y contundente que refinaría hasta la perfección en su tercer largometraje, la sublime El Abrazo de la Serpiente.

La modesta puesta en escena del minimalismo más bello, transmite en sobremanera a pesar de las limitaciones del formato, que irónicamente ofrece una invaluable libertad al plasmar más que espacios y personas. Durante esa época utilizar el video digital era el boom de la experimentación fílmica, pero en pocos filmes funcionaba y aquí fue un éxito. Si quieren ver en cambio un ejemplo de cómo hacerlo mal, miren Habitos Sucios de Carlos Palau. Esa es otra historia.

La cámara es orgánica navegando por la hostil ciudad captando sus matices. Jamás opaca la narrativa y aunque su lenguaje tiene tropiezos en el montaje, o por su música sutil, algo insistente en ciertas secuencias; tiene un aspecto único donde el grano de la imagen algo añeja, conserva su exquisito sabor. Un drama humano de calidad, a la par de otras obras digitales favoritas como Timecode de Mike Figgis, Personal Velocity  de Rebecca Miller, Love & Pop de Hideaki Anno o Julien Donkey Boy de Harmony Korine, sin olvidar piezas del Dogma 95 por supuesto.

Cuenta lo que debe con buen pulso y gran fuerza emocional, así de sencillo.


Por OSCAR CABRERA








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