THE SWEET HEREAFTER (1997) - CRITICA



Un cuento sobre la humanidad


La película canadiense The Sweet Hereafter, conocida en español como El Dulce Porvenir, es un despliegue fascinante, y muy bien pensado, del lenguaje fílmico dentro de un relato contenido, pero igualmente potente al examinar con sensibilidad, empatía e inteligencia el dolor de la perdida y su agobiante carga en el interior, además de otros oscuros recovecos de una condición humana en declive, donde el sufrimiento es la única certeza.

Basada en el libro de Russell Banks, Atom Egoyan escribe y dirige una obra acerca de la investigación del extraño accidente de un bus escolar en un pueblo pequeño de la Columbia Británica. Somos guiados en esta travesía por el abogado Mitchell Stephens, mientras indaga en las causas de la tragedia en donde murieron sus muy jóvenes pasajeros. Sin embargo hubo una sobreviviente, la adolescente Nicole Burnell, y ahora testigo clave para resolver este misterio.

La presencia de Stephens fue solicitada por los padres de las víctimas que han decidido demandar conjuntamente a la ciudad y a la empresa de buses por una aparente negligencia en el mantenimiento del vehículo, aunque durante el desarrollo del caso, quedan al descubierto secretos realmente turbios de esta comunidad, cuyo dolor era más complejo de lo que se creía.




Es una pieza fílmica melancólica e intima de envolvente sutileza. Se percibe como el grito inaudible de unos seres lastimados en entornos familiares fragmentados, de padres e hijos distantes y heridos por el daño que se han hecho entre sí. Además de ser un ejemplo diestro de cómo manejar el subtexto o los matices en las circunstancias de su trama y en la praxis de unos personajes con densas fisuras emocionales, algunas ligadas a la droga o al incesto. 

Por lo anterior, la película sobresale en su sincero y profundo tratamiento de la muerte y su impacto en esta comunidad enojada, frustrada y vacía, que carga con sus culpas y le cuesta asumir las desoladoras consecuencias de sus cuestionables actos o decisiones. Y mientras prosigue su ingeniosa narrativa en una verosímil puesta en escena, nunca emite un juicio hacia las acciones y los personajes involucrados, ni se orienta a una postura ideológica. Es el acontecer humano tal cual. 

Evita lugares comunes al abordar sus difíciles temas, y todo el devenir de los acontecimientos desemboca en una resolución nada complaciente, tal como a veces es la vida misma. Generando una necesaria confrontación al espectador, cuestionando y meditando este en lo visto con la seriedad que la misma obra presenta en tono. 



A pesar de su denso trasfondo, el progreso de la historia, los seres que la mueven y su atmosfera son casi etéreos. Es un relato contenido, pero nada ligero y similar a un cuento de hadas, aunque sería más preciso hablar de sus referencias al Flautista de Hamelín como paralelo a la perdida de los niños, y como el evento estremeció a unos adultos que vivían en un infantil autoengaño colectivo, evadiendo sus pecados y al final del cuento fueran “castigados”. Esto se refleja, por ejemplo, en Nicole como víctima no solo del accidente, sino de su padre en un sombrío y turbador arco, y en Stephens arrastrando sus errores como padre de una hija inmersa en la drogadicción, y quien mediante su trabajo intenta alcanzar la expiación, sin éxito. En ambos es entrañable su anhelo de una búsqueda vital, sin embargo, son engullidos por el dolido y culpable pueblo, quedando en la incertidumbre de su tristeza, estancados y a la deriva. En otras palabras, el accidente es el detonante para que se manifieste la hipocresía de una comunidad que se empeña en disimular su decadencia ética y moral, a la vez que observamos en mayor complejidad los flagelos interiores de cada individuo en pantalla. 




Es de agradecer que la película se tome el tiempo para trabajar lo planteado, acercándose a un clímax sobrio pero efectivo. Culminando en una catarsis emocional implícita que deja en evidencia aquello que está mal en ese mundo. Siendo posible gracias a un manejo creativo y relevante de su estructura espacio-temporal, dando saltos entre pasado, presente o futuro sin perjudicar la continuidad sensible de las escenas y lo que desean transmitir, inclusive con espacio para cierta ambigüedad en las mismas; dejando concretas preguntas o elementos abiertos, pero manteniendo la coherencia consigo misma y concluyendo lo que debe.

Al final en su delicadeza, el soberbio trabajo de Egoyan abre nuestros ojos a una agonía muy cercana que nos obliga a mirarnos y pensar sobre la perdida de lo amado, como también reflexionar en las decisiones que tomamos en medio de la inherente fragilidad de la vida. 

Por OSCAR CABRERA



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